III
Por
primera vez, después de muchos años de ser una ermitaña, un alma errante, se
quedó por mucho tiempo en un solo lugar, como si hubiera encontrado un hogar.
Un lugar al que pertenecía. Un lugar donde la persona que lograba transformar
su mundo no era solamente ella. Pero Agnes Dalí vivía enamorada de alguien de
nombre Solari Ecab. Fue cuando aquel don
que poseía Yivrail Mihalik, no le encontró el verdadero sentido, la
satisfacción que tanto le había dado desde hace mucho tiempo, no la encontró
ahora.
Era
un alquimista… podía cambiarlo todo a su antojo, en lo que quisiera: forma,
tamaño, color, textura… todo lo que se pueda imaginar. Sabía que podía con lo
que estaba sintiendo… era algo insignificante. Eran sentimientos humanos y
Yivrail Mihalik podría no ser uno de ellos, distaba mucho de ser un simple
humano. Podía cambiar los sentimientos si se lo proponía. Intentó transformar
su amor en amistad, le fue imposible. Intentó otros sentimientos: la
indiferencia de ellos; la ignorancia, el desinterés; incluso intentó con el
odio, pero todo fue en vano. Su don
no podía transformar sus propios sentimientos y, como obvia razón, no podía
cambiar los de Agnes Dalí.
No
podía transformar sus sentimientos, o cambiarlos a su voluntad, pero Yivrail Mihalik
aprendió a ocultarlos. Su amistad con Agnes Dalí fue recíproca. Mundos
diferentes seguían siendo, pero en un mundo donde todas sus diferencias eran
exactas para encajar. Lo intentó por mucho tiempo, conseguir que sus mundos
fueran uno solo sin poder utilizar su don.
Fue por su voluntad, su valentía, su interés… su amor. Su deseo de ser normal
la llevó a vivir como nunca lo había hecho desde que era consciente del poder
que poseía: quiso jugar a ser como cualquier mortal.
Yivrail
Mihalik se jugaría el todo, por todo lo que podía transformar. Quería el amor
de Agnes Dalí. Su admiración. Su sorpresa. Sus ojos mirándola con otro
sentimiento que no fuera sólo de amistad.
Sabía
que el día no volvería a ser el mismo, no tenía el don de manejar el tiempo y regresar todo atrás si las cosas salían
mal. Tenía que soportar y sobrevivir con cualquier reacción que tuviera Agnes
Dalí. Pero quería arriesgarse; todo o nada.
Se
encontraba inquieta, era la primera vez que le revelaría a una persona su
secreto.
—¿Sabes
lo que es un alquimista? —preguntó.
—Más
o menos —respondió Agnes Dalí—. Eran como magos que…
—Los
que buscaban encontrar el elixir de la juventud —interrumpió—. Los que buscaban
convertir el plomo en oro.
—Sí.
He leído en los libros de historia y escuchado de ellos en las películas de la
edad media, en la cacería de brujas.
Yivrail
miró hacia el cielo y suspiró. La palabra exacta de lo que era no la tenía.
Cómo definirse a ella misma si nunca le importó saber porque había nacido con
un don tan único, sin saber cuál era
el sentido de su existencia. Todo mundo conocía casi todo o nada sobre un
alquimista, llamados de forma distinta en diferentes épocas: magos, brujos o
científicos locos. Llamarse alquimista
quizá no era la mejor forma de explicarlo. Exponerse y exponer su don, sabía que no habría marcha atrás
después. Regresó su vista a Agnes Dalí, al primer recuerdo que se grabó de ella
en su memoria. Había un montón de personas que se arremolinaban para observar
su espectáculo, la primera vez que se presentaba en la región. Incrédulos,
curiosos, había de todo: niños, hombres, mujeres, ancianos… todos mirando lo
que hacía. Había miradas de sorpresa y algunas voces que murmuraban palabras
que jamás tomaba en cuenta. No le importaba lo que pensaran de su atuendo —parecía
sacado de un libro del medio oriente—, mucho menos lo que creyeran de su
espectáculo. Pero un día, entre en medio de tanta gente, sintió la mirada de
Agnes Dalí… y cuando sus miradas se toparon, ella sólo le sonrió y agachó la mirada.
Yivrail Mihalik quedó fascinada por lo que había visto, por tan humilde
contacto. Había presenciado en su mirada el más hermoso espectáculo, algo que
no parecía real. Había visto tantos ojos observándola, pero jamás había visto
algo tan hermoso como su mirada, pero no era sólo su mirada, era también su
sonrisa, donde se asomaba en ella parte de su alma. Fue la mejor recompensa ese
día, el mejor pago que había recibido por su espectáculo en muchos años.
—¿Crees
que en verdad existieron? —le preguntó Yivrail Mihalik.
—No
—respondió—. Ahora sólo creo en las ilusiones. Las que tú solías hacer.
Yivrail
Mihalik agachó la mirada al escuchar sus palabras. No quería ser un
ilusionista, pero así se había presentado en su vida, así se habían conocido.
No podía mostrarle al mundo su verdadero don.
Tenía miedo de ser juzgada, de que en algún momento tuviera que huir y se viera
envuelta en otra cacería de brujas, como en el pasado. Ocultó su don en todo lo que pudo. Había aprendido
trucos de cartas: cambiar el número, el color; desaparecer las cosas; sólo
trucos de verdaderos magos. Aprendió lo más sencillo para no tener que utilizar
su don muy seguido. Después del día
que miró a Agnes Dalí por primera vez, Yivrail Mihalik se había marchado por un
par de años, llevando su espectáculo a muchas partes del país. De vez en cuando
recordaba su sonrisa y se preguntaba dónde estaba, qué sería de ella ahora.
Hasta que regresó al lugar donde había visto lo más hermoso. Las personas
habían olvidado el espectáculo de ilusiones. Yivrail Mihalik hacía cosas
nuevas; trucos sorprendentes. Y un día, volvió a mirarla y aquello que sintió
la primera vez, era diferente… era… era inefable. Agnes Dalí no la miró y no la
miró por mucho tiempo, pero lo que sentía Yivrail Mihalik se hacía más fuerte.
Agnes
Dalí se había convertido en una especie de ancla que le impedía irse. Ofreció
su espectáculo muchas veces en el mismo lugar, algo que tiempo atrás no solía
hacer. Quería volver a verla. Cada Solis
dies la esperaba. Y se dio cuenta que no necesitaba buscarla entre tanta
gente, porque había algo en su interior que sabía cuándo estaba. Era el aroma
de su esencia lo que llegaba primero a sus sentidos; la perturbaba a tal grado
de equivocarse muchas veces con lo que estaba haciendo. Sus manos temblaban y
su rostro se sonrojaba por su torpeza. Las personas se reían de ella por sus
equivocaciones, ese día ya no era una ilusionista, ese día, sólo cuando la
miraba, por esos escasos segundos, se convertía en un bufón. La carta que había
prometido cambiar del diamante rojo al negro, lo convertía en café claro y los
naipes restantes caían con torpeza a sus pies. Su don se alteraba al igual que todo lo que había en su alma. Pero
había días en que Agnes Dalí no se presentaba… y había días en que no se detenía
a ver su espectáculo, y sólo le quedaba mirarla pasar.
—Yo
digo que los alquimistas —decía Agnes Dalí—, eran brujos que nada más…
—Soy
un alquimista —interrumpió—, por así decirlo…, creo…
No
quería que Agnes Dalí pensara que pertenecía a una secta de brujos o algo
parecido. El día que se atrevió a buscarla, a conocer un poco más de ella, fue
un espectáculo que nadie esperaba. Yivrail Mihalik le sonrió y recordó todo el
tiempo que estuvo pensando en la manera de acercarse. Quería saber su nombre,
tener sus ojos fijos en los suyos otra vez. Por mucho tiempo pensó en la manera
de acercarse y poder conocerla. Daría su mejor espectáculo, algo que asombraría
a todo el mundo. Ese día había llevado un pequeño gato de color blanco, con
unos ojos azules muy hermosos. Los niños se acercaban para acariciarlo y el
pobre gato maullaba, como presintiendo su destino: dejaría de ser un gato;
Yivrail Mihalik se robaría su esencia. La había visto pasar sin detenerse,
había mucha gente como para querer hacerse espacio y ver un espectáculo
cualquiera de magia. Yivrail Mihalik sólo aguardó a que pasara una vez más, y
cuando lo hizo. El pequeño gato intentó huir, pero a los ojos sorpresivos de
los espectadores se convirtió en una paloma. Se escucharon las voces de
asombro, pero aun así no logró la atención de Agnes Dalí. La paloma blanca
batía sus alas sobre las personas, dándoles a saber que no se trataba sólo de
una ilusión, era real. Yivrail Mihalik alzó la mano y la paloma se posó en
ella, quizá con la esperanza de volver a ser un gato. Yivrail Mihalik la tapó
con una frazada roja por pocos segundos y cuando la destapó, la había
convertido en un pequeño mono, igual, de un reluciente blanco. Se movió
inquieto sobre la espalda y la cabeza de Yivrail Mihalik. Los niños estaban
cada vez más fascinados. No se esperaban ver nada como eso. Pero Yivrail
Mihalik sólo se enfocaba en llamar la atención de la persona que ya se había
alejado, ni siquiera la había volteado a ver. Tomó una rosa de papel y se la
dio al monito.
—Ve
—dijo en un murmullo.
Se
movió apresurado entre las cabezas de los espectadores, recorriendo los
puestecitos ambulantes, dando un salto aquí y allá. Tenía que detenerla, como
si supiera desde siempre a quien iba dirigido su mensaje. Cuando llegó justo
detrás de Agnes Dalí, al monito sólo le bastó tocar su hombro para interrumpir
su partida y entregarle la rosa que llevaba en sus manos.
Miró
a Agnes Dalí y recordó su mirada de asombro, aunque no dirigida a ella. Le
había bastado; recordaría para siempre el gesto de su mirada. Había recibido su
rosa, como un sutil mensaje de sus sentimientos. El pequeño mono se abalanzó
entre los puestos, un tanto juguetón, como si quisiera huir. Yivrail Mihalik
haría el final de su espectáculo de la manera más brillante. Y a los ojos de
todos, aquel pequeño mono, fue convertido en un impresionante león blanco, sus
ojos azules brillaban con furor. Su rugido hizo que muchas personas
trastrabillaran y terminaran en el suelo. Algunos gritaron, pero no hicieron
movimiento alguno para huir, no querían ser devorados en el intento. El león
volvió a rugir, las personas le abrieron paso para que regresara a su lugar de
origen: una jaula para un inofensivo gato, donde ahora no entraría ni su
cabeza. Dio un último rugido y se echó a correr hacia Yivrail Mihalik, como si
atacarla fuera su única intención. A unos metros de llegar a ella dio un salto
mortal, pero a centímetros de impactarse contra Yivrail Mihalik, lo convirtió
en agua, en gran cantidad, como lo había sido su tamaño. El agua se estrelló
contra el piso, salpicando a los presentes y empapando por completo el cuerpo
de Yivrail Mihalik. Los espectadores no sabían si aplaudir o gritar de terror.
Lo que habían presenciado fue sorprendente, incluso para Yivrail Mihalik, nunca
había hecho algo tan impresionante. Las personas que habían caído se
incorporaron poco a poco, los niños habían dejado sus rostros de espanto. Hasta
que Yivrail Mihalik hizo una reverencia, mostrando su acto final, fue cuando
los aplausos rompieron el silencio. Ese día todo había valido la pena.
Pasó
mucho tiempo para que Agnes Dalí le devolviera el obsequio a Yivrail Mihalik.
No se detuvo a ver su espectáculo, pero le regaló una hermosa sonrisa al pasar,
depositando a su memoria otro fastuoso recuerdo.
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