IV
—Soy
alquimista —replicó, volviendo a su presente.
—¿Buscas
la piedra filosofal o el elixir de la inmortalidad? —preguntó en una sonrisa de
incredulidad.
—No.
—¿Entonces
conviertes el plomo en oro?
No
podía hacerle preguntas más coherentes a una revelación tan absurda.
—No.
No me gusta el oro.
—¿Entonces
qué haces? Sé que haces magia, pero…
Yivrail
Mihalik tomó una piedra pequeña con su mano, que se encontraba bajo su pie
izquierdo, junto al pie de Agnes Dalí. Tomó la piedra y la escondió en su puño
cerrado. Cuando volvió a abrirlo, la piedra ya no era una piedra, era una flor.
—Esto
es alquimia —dijo.
Miró
los ojos de Agnes Dalí un tanto inexpresivos. Lo que hizo era un truco de magia
cualquiera, algo que le había visto antes hacer. Yivrail Mihalik cerró una vez
más su puño. Extendió su mano libre y tomó la mano derecha de Andes Dalí, que,
como cada vez que lo hacía, su contacto la sobresaltaba. Hizo que extendiera su
mano para recibir lo que le entregaría de su mano cerrada. Yivrail Mihalik posó
su mano sobre la de Agnes Dalì y ella empezó a sentir el cosquilleo de algo que
revoloteaba en su palma. Cuando Yivrail Mihalik retiró su mano, se dio cuenta
que aquella piedra convertida en flor, se había vuelto una mariposa de varios colores.
Agnes sonrió de sorpresa. Lo que sentía sobre su palma era real. Podía sentir
el cosquilleo que le provocaban las patas de la mariposa sobre su palma. Cuando
intentó tocarla, voló lejos de ella.
—¡Magia!
—dijo maravillada.
Nunca
la había visto hacerlo tan de cerca y sin usar una frazada que ocultara todo lo
que ocurría para lograr el truco, para engañar a todos los presentes.
—No
es magia —respondió—. No sé cómo, sólo surge.
Los
ojos de Agnes Dalí estaban frente a ella. Y en ellos encontraba lo que no podía
hacer surgir de cualquier cosa. Su mirada era inexplicable, hermosa y tan
misteriosa como su don. Podía
transformar cualquier cosa al tono del color de sus ojos. Amaba el color de sus
ojos. Cambiaba el color rojo a un tono miel… lo negro a la miel… lo blanco a la
miel. Pero no podía encontrar la forma extraña en que se sentía cuando miraba
los ojos de Agnes Dalí. Era un color diferente, uno que no podía hacer que
existiera en algo más. No era el color de sus ojos a lo que no encontraba
explicación, era al color de su mirada.
—¿Cómo
lo aprendiste? —preguntó Agnes Dalí.
—Siempre
ha estado en mí —dijo, algo nerviosa.
—¿En
ti?
—Sí.
Cuando era bebé y terminaba la leche de mi biberón, si tenía más hambre,
soplaba aire a su interior y lo convertía en leche.
—¿Cómo
puedes recordar cuando eras bebé? —sonrió.
—Recuerdo
el día que nací, fue una noche muy fría de otoño.
No
podía decirle la fecha y la hora exacta, a pesar de que lo sabía, no podía
decirle sin causarle el mayor de sus asombros. Inmortalidad, pensó. No había nacido alquimista para encontrar el
elixir de la inmortalidad. Hasta ahora, podía creer que ella misma sería el
elixir si la ciencia supiera lo que poseía en su interior. Aprendió a lo largo
de todos sus años de vida de grandes magos, ilusionistas y de aquellos que se
decían a sí mismos Alquimistas. Los observaba con sus fórmulas, algunas
acertadas y otras fallidas. Lograban la inestabilidad de ciertas cosas, muy
pocas veces lograban su objetivo. Ni siquiera a ellos les reveló su verdadero don. Yivrail Mihalik no necesitaba de
fórmulas, ni siquiera de conocer de qué estaban hechas cada cosa sobre la
tierra. Ni siquiera de saber de qué se componía el agua o la formula exacta del
plomo. Un día, cuando tuvo de maestro a un alquimista ya muy anciano, tomó una
barra de plomo y sin hacerlo consciente la transformó en oro, para darle una
ligera esperanza al anciano, que estaba pronto a morir. El alquimista creyó que
por fin había logrado lo que ninguno de sus antecesores pudo hacer: trasformar
el plomo en oro. Sacó a Yivrail Mihalik de su laboratorio, quería ser egoísta y
no compartir con nadie su supuesto logro. Días después el viejo alquimista
murió siendo el más desprestigiado de la época, no volvió a lograr su meta y lo
tacharon como un mentiroso fracasado. No había sido la intención de Yivrail
Mihalik, sólo quería darle un momento de alegría a sus últimos días, pero la
ambición del anciano pudo más que un rato de satisfacción cumplida.
—¡No
puedes recordar el día que naciste! Nadie puede hacerlo —dijo incrédula.
—¡Es
verdad! Cuando era un poco más grande, unos meses más grande. Convertía el
brócoli en trozos de chocolate sin que mi madre se diera cuenta —sonrió—. No
sabía que a cierta edad alguna comida se puede volver contradictoria para el
estómago… ahora soy alérgica al chocolate.
Agnes
Dalí sonrió otra vez. Podía ser una broma la que le estaba jugando, pero lo que
habían visto sus ojos había sido impresionante.
—¿Siempre
has sido consciente de lo que haces?
—Sí.
—¿Por
qué no me lo habías contado?
Sus
ojos se tornaron al color que gustaba mirar en ellos: eran dulces.
—No
lo sé —respondió sonrojada.
—¿Puedes
cambiarlo todo?
—Sí.
—No
te creo.
Yivrail
Mihalik extendió la palma de su mano al aire para poder explicarle mejor, para
que se diera cuenta que no eran trucos. No era magia. Podía sentir el viento
rozar su piel. Podía sentir las partículas de polvo estrellarse contra su mano.
—Puedo
convertir el agua en tierra, la tierra en fuego, el fuego en aire… y el aire en
lo que quiera.
Agnes
Dalí miraba su mano extendida al aire, sin razón aparente de que la haya dejado
ahí. Todo lo que había mencionado era parte de la naturaleza, el compuesto de
todo.
—Nada
es invisible —decía Yivrail Mihalik—. Todo existe.
Ante
el asombro de Agnes Dalì, en la palma de la mano de Yivrail Mihalik se veían
partículas de agua, como si una brisa ligera hubiera pasado de repente.
—Agua…
—Son
las partículas de polvo que viajan entre el viento.
Parecía
que en la mano de Yivrail Mihalik llovía. Le gustaba el asombro de los ojos de
Agnes Dalí. Pasó el pulgar por la palma de su mano y en un segundo el agua
desapareció.
—No
sé cómo… —trastrabilló Agnes Dalí.
Yivrail
Mihalik había conseguido algo sin poder transformarlo. Agachó la mirada al
piso. Se preguntaba cómo la vería ahora Agnes Dalí que sabía de su don. Lo que solía hacer en los Solis dies, lo había dejado a un lado
después de conocerla, no quería que ella la viera como un ilusionista. Dejó su
espectáculo a un lado para parecer una persona normal. Nunca se dedicó a otra
cosa más que soñar despierta. No necesitaba de un trabajo o de dinero. Todo lo
que quería lo podía tener de sobra. Se había convertido en ilusionista, pero
con una única ilusión: Agnes Dalí.
¿Podría
conseguir de alguna manera que aquel sentimiento incomprensible fuera
correspondido?
—¿Puedes
cambiarlo todo?
Su
mirada se posó al frente, donde había un parque casi abandonado. La miró a ella
y le dijo:
—Cuando
tenía catorce años me di cuenta que en realidad no necesitaba de nada ni de
nadie para sobrevivir. Si tenía hambre, tomaba una piedra por el camino y la
convertía en un panecillo, si tenía sed bastaba con un puño de tierra para
convertirla en agua…
Agnes
sonrió.
—Si
tenía frío —continuó—, tomaba cualquier cosa para convertirlo en mi abrigo.
—No
te creo… —volvió a sonreír.
—¡Es
verdad! —respondió Yivrail Mihalik, devolviéndole la misma sonrisa.
—¿Entonces
transformas todo?
Se
quedó pensando en cómo responder su pregunta sin contarle qué era lo único que
no podía transformar. Antes de conocerla no se había detenido a pensarlo. No le
importaba. Los sentimientos eran algo que no conocía realmente. Su alma se
sentía aletargada y le gustaba sentirse así. No necesitaba de nada más. Así lo
creyó por mucho tiempo, los sentimientos humanos era algo que no conocía.
—Sí
—mintió.
—¿Puedes
hacerme parecer a una famosa cantante de rock?
—Podría…
pero nunca volverías a ser la misma —agachó la mirada, dándose cuenta que su don traía consigo una maldición.
—¿Cómo?
—Soy
alquimista… o mejor dicho: hurto las esencias —dijo avergonzada.
—¿Hurtar
las esencias?
—Nada
de lo que cambio vuelve a ser lo mismo.
Agnes
Dalí seguía sin entender.
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